viernes, 27 de junio de 2014

Conectado a una Sociedad Distópica

La Utopía de unos pocos es la Distopía de muchos [1]


En un ejercicio de pura ficción, podríamos imaginar que para cierto ciudadano de nuestro presente, despertar sea el preludio de una lucha de supervivencia en los márgenes de la sociedad a que pertenece: una sociedad  distópica. Se trata de una lucha que debe dar diariamente no sólo para proporcionarse de los medios básicos para subsistir sino también por simplemente conservarse a sí mismo, en cuanto individuo con fines y motivaciones personales, en medio de rutinas asfixiantes o deshumanizantes, una fría realidad únicamente posible de remediar con las adicciones que la sociedad misma prodiga, partiendo por las ya tradicionales drogas (legales e ilegales) hasta los aparentemente inofensivos aparatos tecnológicos que nos enrostran majaderamente ese trazo de artificialidad que va paulatinamente definiendo nuestra vida actual. Así presentado su día, bien pueda que muchos no decidan levantarse de la cama, o bien, se vean tranquilamente arrastrados por esa vorágine bestial sin ningún remordimiento e incluso con placer, o le planteen derechamente resistencia, como nuestro personaje, a través de formas o métodos que van adquiriendo  forma en su cabeza a medida que se echa a andar por las duras calles de su ciudad ficticia.
Una distopía o antiutopía es una desviación perversa, una representación que opone a una sociedad ideal o particularmente redentora, un mundo enfermo y despiadado. Este reverso de la utopía la va construyendo principalmente la literatura de anticipación a través de rasgos de nuestro presente mostrados con particular intensidad, perfilándose normalmente un asfixiante sociedad de masas, donde máquinas de dinero y poder aplastan día a día a sus ciudadanos,  perversión que picanea con mayor descaro encarnándose en las formas o mecanismos monstruosos de la tecnología futurista a la que acude corrientemente la ciencia ficción. Sin duda, ese rasgos de reconocible contingencia, fácilmente identificable, es quizá lo que más nos pasma al revisar como muchas veces la alternativa para sus personajes, en ese escenario tan cercano, no es otra más que abandonarse a su suerte en ese tráfago inhumano.
Tanto la utopía como la distopía parten de un discurso moralizante, que denuncia en la primera aquellos ideales ensalzados llevados al éxtasis o en la segunda sus opuestos lanzados al paroxismo. Ese punto de partida se construye sobre la sociedad de la época, ofreciéndole una alternativa, en el caso de la utopía, como la famosa isla de Tomás Moro o los falansterios de Charles Fourier, a las sociedades mercantiles de las que eran parte. Qué decir de los enternecedores discursos redentores que erigieron regímenes totalitarios de todo color o signo, durante época reciente, frente a la decadencia que pretendían exorcizar.
El punto de vista del gentil observador puede llevar a concebir formas sociales ideales que para otros pueden parecer distópico. El camino que nuestro protagonista podría haber seguido, entregándose a plenitud a los placeres que el mundo en que vive no le niega, sin remordimientos, puede llevarle a enarbolar con fuerza que aquella realidad no es más que la culminación de toda pretensión humana y sentirse cómodo en ella. Así siempre pensé que quizá más de un lector de “Un Mundo Feliz” de Huxley, podría ansiar ese mundo de sexualidad abierta, al que la sensualidad neumática de una pareja sería accesible con el más modesto gesto de invitación a la cópula. No obstante, enarbolando el majadero ideal que aspira  a que el progreso social alcance realmente a todos, y no solo a unos pocos poderosos, es posible llegar a una afirmación que acá podríamos aventurar y que nos resulta evidente: la distopía de muchos es la utopía de unos pocos. Y es que aunque podamos renunciar de antemano a un discurso totalizador, si hay algo que obsesivamente se levanta como valor social, y quizá como un llamado de supervivencia, sea que el progreso toque a todos, y no solo a unos pocos, por lo que necesariamente el poder concentrado y manipulado, el sueño de los poderosos, es la base del malestar de muchos, y el punto de partida de la distopía de éstos.
Sin embargo, frente a la utopía, la historia nos ha refregado en la cara sus fracasos, no quedándonos más que el gesto o la mímica. Y es por eso también que la distopía, como obra de ficción, nos parece más cercana. Porque generalmente nos representa el mundo mezclado, sucio, donde la épica personal a veces sustituye y reclama el universo entero que antes los pueblos o naciones intentaban llenar con sus héroes. Es que frente a la máquina insalvable, frente al fracaso anticipado de la mediocridad instalada, en ese sistema a medias que se traduce en una realidad “en la medida de lo posible”, los gestos, la mímica, la epopeya anónima cobra vigor y sentido. Es la épica del protagonista de “Un Mundo Feliz” de Huxley, o de “1984” de Orwell, quienes obtienen su liberación por la episódica rebeldía que protagonizaron, y nada más. O qué decir, ya fuera del género que acá nos reúne, el ya mítico Raskolnikov de Crimen y Castigo, quien desbordado por el remordimiento logra redimirse ante la aguijoneo de la honda miseria que pretendía ahogarlo mortalmente.
El mundo alimentado por esta negra perspectiva, no hace más que dar lugar al malestar y termina por convertirse en refugio de los monstruos de Giger o en el difuminado marco de un dibujo de Laurie Litpon, en que seres cadavéricos comulgan en un sucio ritual con las grises máquinas que los controlan. Un mundo turbio en que la tenue luz es capaz de estremecer, los fantasmas adquieren una paradójica belleza y nuestras pequeñas vivencias toman un inusitado cariz dramático, en su minúscula palpitación, que ni siquiera rozan, y más intensamente niegan, un afán redentor, apelando no más que una burda estética de la miseria.
Ahora ¿esto ha sido siempre ha sido así o más bien refleja de una estado, esa condición asqueante que nos lleva hasta el vómito o más románticamente hasta un estado de pérdida, como lo pergeñaron algunos pensadores de posguerra, con los cadáveres aun tibios y “Les feuilles mortes” de música de fondo? Bien, podemos elevar una estatua de Ouruboros y, siguiendo a ella, devorarnos infinitamente en una cadena incesante de preguntas asqueantes, hasta el postergado fin del mundo. Quedémonos pues con la imagen, por ese culto atrófico que hemos apenas develado, del universo antiutópico que nos remite, en último punto, a un gesto épico llamado silencio.
Para terminar de una vez este desvarío, y valga como irónico consuelo, lo extremadamente horrible para nuestro protagonista será saberse en algún momento, tras levantar la vista y mirarnos a los ojos, parte de una vulgar ucronía, un reflejo fantasmagórico del mundo real, ese avizorado en el inaccesible fondo de la caverna perversa, o en un inquietante hexagrama del I Ching, como el protagonista de “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick. ¿Será posible alguna vez ver más allá de nuestros monstruosos demonios y reconocer la raíz de la máquina demencial a las que nos conectamos? El autor de estas líneas prefiere guardar un riguroso y heroico silencio, por lo que el protagonista, ese que todos interpretamos en nuestra secreta novela, tiene la palabra.





[1] Ensayo redactado hace un par de años.

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