La Utopía de unos pocos es la Distopía de muchos [1]
En un ejercicio de pura
ficción, podríamos imaginar que para cierto ciudadano de nuestro presente,
despertar sea el preludio de una lucha de supervivencia en los márgenes de la
sociedad a que pertenece: una sociedad
distópica. Se trata de una lucha que debe dar diariamente no sólo para
proporcionarse de los medios básicos para subsistir sino también por
simplemente conservarse a sí mismo, en cuanto individuo con fines y
motivaciones personales, en medio de rutinas asfixiantes o deshumanizantes, una
fría realidad únicamente posible de remediar con las adicciones que la sociedad
misma prodiga, partiendo por las ya tradicionales drogas (legales e ilegales)
hasta los aparentemente inofensivos aparatos tecnológicos que nos enrostran
majaderamente ese trazo de artificialidad que va paulatinamente definiendo
nuestra vida actual. Así presentado su día, bien pueda que muchos no decidan levantarse de la cama,
o bien, se vean tranquilamente arrastrados por esa vorágine bestial sin ningún
remordimiento e incluso con placer, o le planteen derechamente resistencia, como
nuestro personaje, a través de formas o métodos que van adquiriendo forma en su cabeza a medida que se echa a
andar por las duras calles de su ciudad ficticia.
Una distopía o
antiutopía es una desviación perversa, una representación que opone a una
sociedad ideal o particularmente redentora, un mundo enfermo y despiadado.
Este reverso de la utopía la va construyendo principalmente la literatura de
anticipación a través de rasgos de nuestro presente mostrados con particular
intensidad, perfilándose normalmente un asfixiante sociedad de masas, donde
máquinas de dinero y poder aplastan día a día a sus ciudadanos, perversión que picanea con mayor descaro encarnándose
en las formas o mecanismos monstruosos de la tecnología futurista a la que
acude corrientemente la ciencia ficción. Sin duda, ese rasgos de reconocible
contingencia, fácilmente identificable, es quizá lo que más nos pasma al
revisar como muchas veces la alternativa para sus personajes, en ese escenario
tan cercano, no es otra más que abandonarse a su suerte en ese tráfago
inhumano.
Tanto la utopía como la
distopía parten de un discurso moralizante, que denuncia en la primera aquellos
ideales ensalzados llevados al éxtasis o en la segunda sus opuestos lanzados al
paroxismo. Ese punto de partida se construye sobre la sociedad de la época,
ofreciéndole una alternativa, en el caso de la utopía, como la famosa isla de
Tomás Moro o los falansterios de Charles Fourier, a las sociedades mercantiles
de las que eran parte. Qué decir de los enternecedores discursos redentores que
erigieron regímenes totalitarios de todo color o signo, durante época reciente,
frente a la decadencia que pretendían exorcizar.
El punto de vista del
gentil observador puede llevar a concebir formas sociales ideales que para
otros pueden parecer distópico. El camino que nuestro protagonista podría haber
seguido, entregándose a plenitud a los placeres que el mundo en que vive no le
niega, sin remordimientos, puede llevarle a enarbolar con fuerza que aquella
realidad no es más que la culminación de toda pretensión humana y sentirse
cómodo en ella. Así siempre pensé que quizá más de un lector de “Un Mundo
Feliz” de Huxley, podría ansiar ese mundo de sexualidad abierta, al que la
sensualidad neumática de una pareja sería accesible con el más modesto gesto de
invitación a la cópula. No obstante, enarbolando el majadero ideal que
aspira a que el progreso social alcance
realmente a todos, y no solo a unos pocos poderosos, es posible llegar a una
afirmación que acá podríamos aventurar y que nos resulta evidente: la distopía
de muchos es la utopía de unos pocos. Y es que aunque podamos renunciar de
antemano a un discurso totalizador, si hay algo que obsesivamente se levanta
como valor social, y quizá como un llamado de supervivencia, sea que el
progreso toque a todos, y no solo a unos pocos, por lo que necesariamente el
poder concentrado y manipulado, el sueño de los poderosos, es la base del
malestar de muchos, y el punto de partida de la distopía de éstos.
Sin embargo, frente a la
utopía, la historia nos ha refregado en la cara sus fracasos, no quedándonos
más que el gesto o la mímica. Y es por eso también que la distopía, como obra
de ficción, nos parece más cercana. Porque generalmente nos representa el mundo
mezclado, sucio, donde la épica personal a veces sustituye y reclama el
universo entero que antes los pueblos o naciones intentaban llenar con sus
héroes. Es que frente a la máquina insalvable, frente al fracaso anticipado de
la mediocridad instalada, en ese sistema a medias que se traduce en una
realidad “en la medida de lo posible”, los gestos, la mímica, la epopeya
anónima cobra vigor y sentido. Es la épica del protagonista de “Un Mundo Feliz”
de Huxley, o de “1984” de Orwell, quienes obtienen su liberación por la
episódica rebeldía que protagonizaron, y nada más. O qué decir, ya fuera del
género que acá nos reúne, el ya mítico Raskolnikov de Crimen y Castigo, quien desbordado
por el remordimiento logra redimirse ante la aguijoneo de la honda miseria que
pretendía ahogarlo mortalmente.
El mundo alimentado por esta
negra perspectiva, no hace más que dar lugar al malestar y termina por
convertirse en refugio de los monstruos de Giger o en el difuminado marco de un
dibujo de Laurie Litpon, en que seres cadavéricos comulgan en un sucio ritual
con las grises máquinas que los controlan. Un mundo turbio en que la tenue luz
es capaz de estremecer, los fantasmas adquieren una paradójica belleza y
nuestras pequeñas vivencias toman un inusitado cariz dramático, en su minúscula
palpitación, que ni siquiera rozan, y más intensamente niegan, un afán
redentor, apelando no más que una burda estética de la miseria.
Ahora ¿esto ha sido
siempre ha sido así o más bien refleja de una estado, esa condición asqueante
que nos lleva hasta el vómito o más románticamente hasta un estado de pérdida,
como lo pergeñaron algunos pensadores de posguerra, con los cadáveres aun tibios
y “Les feuilles mortes” de música de fondo? Bien, podemos elevar una estatua de
Ouruboros y, siguiendo a ella, devorarnos infinitamente en una cadena incesante
de preguntas asqueantes, hasta el postergado fin del mundo. Quedémonos pues con
la imagen, por ese culto atrófico que hemos apenas develado, del universo
antiutópico que nos remite, en último punto, a un gesto épico llamado silencio.
Para terminar de una vez
este desvarío, y valga como irónico consuelo, lo extremadamente horrible para
nuestro protagonista será saberse en algún momento, tras levantar la vista y
mirarnos a los ojos, parte de una vulgar
ucronía, un reflejo fantasmagórico del mundo real, ese avizorado en el inaccesible
fondo de la caverna perversa, o en un inquietante hexagrama del I Ching, como
el protagonista de “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick. ¿Será posible
alguna vez ver más allá de nuestros monstruosos demonios y reconocer la raíz de
la máquina demencial a las que nos conectamos? El autor de estas líneas
prefiere guardar un riguroso y heroico silencio, por lo que el protagonista,
ese que todos interpretamos en nuestra secreta novela, tiene la palabra.
[1] Ensayo redactado hace un par de años.
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