viernes, 27 de junio de 2014

La poesía y la existencia del hombre


“La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” Luis Cardoza y Aragón


Así como una frase puede en su repetición volverse un amasijo de sonidos que burdamente pretende rozar el empíreo, algunas de ellas, aunque frecuentemente oídas, puede servir de excusa para una pequeña reflexión, en la medida que seamos capaces de abrirle un cauce, un camino. Y hoy he deseado abrirle un pequeño sendero a esta cita del escritor guatemalteco, que citará a su vez Gabriel García Márquez al recibir el premio Nobel de Literatura, a objeto de deslizar algunas reflexiones sobre la poesía.

Es posible afirmar que la poesía persigue explorar los límites expresivos del lenguaje. Desde ese punto de vista, su sustancia, su arcilla, la materia sobre la que trabaja el poeta es el lenguaje. Y precisamente esa materia es colocada por su autor en una faceta límite, en afán estético o simplemente expresivo, pero límite al fin, porque si bien puede llegar a consagrar el absurdo o deshacerse en el titubeo, puede igualmente concluir dando finalmente paso a ese monstruo horrible que amenaza devorar cualquier pretensión: el silencio. Porque, a fin de cuenta, en esa altura u hondura en que forzosamente se coloca el poeta, siempre está al borde del precipicio, de la imposibilidad de la expresión, de la inutilidad del esfuerzo, de la incomunicación absoluta, de la negación del lenguaje.

El lenguaje es por definición el rincón de lo humano, esa morada del ser del que habló Heiddegger. Es el puente que labró la unión psíquica entre los seres, y que a tal punto ha marcado a fuego nuestro quehacer que, cuando pensamos, necesariamente nos desdoblamos, alguien habla y otro oye dentro de nosotros, dos para recrear el escenario propicio del lenguaje. El lenguaje es, a su vez, la semilla y el fruto, el origen y el destino.

No nos puede extrañar que esa aventura sisífica que emprenden los poetas, escudriñan y cada día abren un pequeño espacio nuevo que nos devela algo, algo que seguramente ya vivía pero con otros colores, lejanos, imprecisos. En esa inefabilidad que se confunde con lo imposible, se nos muestra esa rasgo irremediablemente humano, ese ser que anhela colocarse en el mundo, esa empresa que tan pronto erige dioses como luego los destruye, en una perenne voluntad de plantarse ante lo limitado, lo efímero y vital, tratando de rasguñar algo, en los límites de lo sensible, de lo que es posible aprehender con unas simples palabras, sus únicas armas.

Conectado a una Sociedad Distópica

La Utopía de unos pocos es la Distopía de muchos [1]


En un ejercicio de pura ficción, podríamos imaginar que para cierto ciudadano de nuestro presente, despertar sea el preludio de una lucha de supervivencia en los márgenes de la sociedad a que pertenece: una sociedad  distópica. Se trata de una lucha que debe dar diariamente no sólo para proporcionarse de los medios básicos para subsistir sino también por simplemente conservarse a sí mismo, en cuanto individuo con fines y motivaciones personales, en medio de rutinas asfixiantes o deshumanizantes, una fría realidad únicamente posible de remediar con las adicciones que la sociedad misma prodiga, partiendo por las ya tradicionales drogas (legales e ilegales) hasta los aparentemente inofensivos aparatos tecnológicos que nos enrostran majaderamente ese trazo de artificialidad que va paulatinamente definiendo nuestra vida actual. Así presentado su día, bien pueda que muchos no decidan levantarse de la cama, o bien, se vean tranquilamente arrastrados por esa vorágine bestial sin ningún remordimiento e incluso con placer, o le planteen derechamente resistencia, como nuestro personaje, a través de formas o métodos que van adquiriendo  forma en su cabeza a medida que se echa a andar por las duras calles de su ciudad ficticia.
Una distopía o antiutopía es una desviación perversa, una representación que opone a una sociedad ideal o particularmente redentora, un mundo enfermo y despiadado. Este reverso de la utopía la va construyendo principalmente la literatura de anticipación a través de rasgos de nuestro presente mostrados con particular intensidad, perfilándose normalmente un asfixiante sociedad de masas, donde máquinas de dinero y poder aplastan día a día a sus ciudadanos,  perversión que picanea con mayor descaro encarnándose en las formas o mecanismos monstruosos de la tecnología futurista a la que acude corrientemente la ciencia ficción. Sin duda, ese rasgos de reconocible contingencia, fácilmente identificable, es quizá lo que más nos pasma al revisar como muchas veces la alternativa para sus personajes, en ese escenario tan cercano, no es otra más que abandonarse a su suerte en ese tráfago inhumano.
Tanto la utopía como la distopía parten de un discurso moralizante, que denuncia en la primera aquellos ideales ensalzados llevados al éxtasis o en la segunda sus opuestos lanzados al paroxismo. Ese punto de partida se construye sobre la sociedad de la época, ofreciéndole una alternativa, en el caso de la utopía, como la famosa isla de Tomás Moro o los falansterios de Charles Fourier, a las sociedades mercantiles de las que eran parte. Qué decir de los enternecedores discursos redentores que erigieron regímenes totalitarios de todo color o signo, durante época reciente, frente a la decadencia que pretendían exorcizar.
El punto de vista del gentil observador puede llevar a concebir formas sociales ideales que para otros pueden parecer distópico. El camino que nuestro protagonista podría haber seguido, entregándose a plenitud a los placeres que el mundo en que vive no le niega, sin remordimientos, puede llevarle a enarbolar con fuerza que aquella realidad no es más que la culminación de toda pretensión humana y sentirse cómodo en ella. Así siempre pensé que quizá más de un lector de “Un Mundo Feliz” de Huxley, podría ansiar ese mundo de sexualidad abierta, al que la sensualidad neumática de una pareja sería accesible con el más modesto gesto de invitación a la cópula. No obstante, enarbolando el majadero ideal que aspira  a que el progreso social alcance realmente a todos, y no solo a unos pocos poderosos, es posible llegar a una afirmación que acá podríamos aventurar y que nos resulta evidente: la distopía de muchos es la utopía de unos pocos. Y es que aunque podamos renunciar de antemano a un discurso totalizador, si hay algo que obsesivamente se levanta como valor social, y quizá como un llamado de supervivencia, sea que el progreso toque a todos, y no solo a unos pocos, por lo que necesariamente el poder concentrado y manipulado, el sueño de los poderosos, es la base del malestar de muchos, y el punto de partida de la distopía de éstos.
Sin embargo, frente a la utopía, la historia nos ha refregado en la cara sus fracasos, no quedándonos más que el gesto o la mímica. Y es por eso también que la distopía, como obra de ficción, nos parece más cercana. Porque generalmente nos representa el mundo mezclado, sucio, donde la épica personal a veces sustituye y reclama el universo entero que antes los pueblos o naciones intentaban llenar con sus héroes. Es que frente a la máquina insalvable, frente al fracaso anticipado de la mediocridad instalada, en ese sistema a medias que se traduce en una realidad “en la medida de lo posible”, los gestos, la mímica, la epopeya anónima cobra vigor y sentido. Es la épica del protagonista de “Un Mundo Feliz” de Huxley, o de “1984” de Orwell, quienes obtienen su liberación por la episódica rebeldía que protagonizaron, y nada más. O qué decir, ya fuera del género que acá nos reúne, el ya mítico Raskolnikov de Crimen y Castigo, quien desbordado por el remordimiento logra redimirse ante la aguijoneo de la honda miseria que pretendía ahogarlo mortalmente.
El mundo alimentado por esta negra perspectiva, no hace más que dar lugar al malestar y termina por convertirse en refugio de los monstruos de Giger o en el difuminado marco de un dibujo de Laurie Litpon, en que seres cadavéricos comulgan en un sucio ritual con las grises máquinas que los controlan. Un mundo turbio en que la tenue luz es capaz de estremecer, los fantasmas adquieren una paradójica belleza y nuestras pequeñas vivencias toman un inusitado cariz dramático, en su minúscula palpitación, que ni siquiera rozan, y más intensamente niegan, un afán redentor, apelando no más que una burda estética de la miseria.
Ahora ¿esto ha sido siempre ha sido así o más bien refleja de una estado, esa condición asqueante que nos lleva hasta el vómito o más románticamente hasta un estado de pérdida, como lo pergeñaron algunos pensadores de posguerra, con los cadáveres aun tibios y “Les feuilles mortes” de música de fondo? Bien, podemos elevar una estatua de Ouruboros y, siguiendo a ella, devorarnos infinitamente en una cadena incesante de preguntas asqueantes, hasta el postergado fin del mundo. Quedémonos pues con la imagen, por ese culto atrófico que hemos apenas develado, del universo antiutópico que nos remite, en último punto, a un gesto épico llamado silencio.
Para terminar de una vez este desvarío, y valga como irónico consuelo, lo extremadamente horrible para nuestro protagonista será saberse en algún momento, tras levantar la vista y mirarnos a los ojos, parte de una vulgar ucronía, un reflejo fantasmagórico del mundo real, ese avizorado en el inaccesible fondo de la caverna perversa, o en un inquietante hexagrama del I Ching, como el protagonista de “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick. ¿Será posible alguna vez ver más allá de nuestros monstruosos demonios y reconocer la raíz de la máquina demencial a las que nos conectamos? El autor de estas líneas prefiere guardar un riguroso y heroico silencio, por lo que el protagonista, ese que todos interpretamos en nuestra secreta novela, tiene la palabra.





[1] Ensayo redactado hace un par de años.

miércoles, 25 de junio de 2014

Ciudad que no amanece

A veces, mientras recorro caminando las calles de la ciudad, pierdo la noción de dónde estoy exactamente: Concepción, Santiago, Puerto Montt, Castro.... Me debo tomar varios segundos para volver en razón. Lo terrible es darse cuenta, al rato, que aun estoy en la cama, y que todavía no amanece…

Por qué todo esto

He decidido resucitar este blog tras algunos años. Como toda escritura que logro pergeñar, tiene un objeto meramente testimonial. Puede atribuirse por completo a mi egotismo, a mi afán por satisfacer mis más espurios y elementales instintos. Es una necesidad que, por algunos momentos, pienso que es vital saciarla y, en otros, una concesión vergonzosa al narcisismo, absolutamente prescindible, pero qué más da, ya estoy algo mayor para esos cuestionamientos de juventud. Hoy deseo ante todo dar cauce a mis impresiones, a las fotografías que tomo con las manos vacías, sin encuadre, enfoque o perspectiva, de lo que me acompaña en todos los paisajes que habito, para no sentir tan intensamente el mundo derrumbándose, sus paradójicas estructuras, sus sinsentidos inmanentes. Por momentos necesito un relato, un camino, un río, un puente, un destino, como aquel lejano hombre que, asombrado de verse fuera de la caverna, divisa la Vía Láctea y termina preguntándose por los dioses que la dibujaron. Como el hombre desde siempre. Aunque no es ingenuo prefigurar los fracasos, porque hombres muchísimos más sabios que yo los padecieron en carne propia, es un esfuerzo inútil pero sin alternativa, para recuperar al menos parcialmente ese lenguaje edénico, anterior a que el tejido terminara ajado, ahora ya no para erigir una epopeya universal, sino simplemente un relato personal, un sentido íntimo, y dar a los centelleos de la cotidianidad el cauce de las sinceras palabras, engarzados a los desvaríos, pecados y luces que nos revelan en ellas mismas como ciertos, verídicos, ciegos y videntes.

El tejido ajado

«Ha pasado el tiempo y sigo sin casi creérmelo, medito ahora sobre aquello y me digo que hay más conexiones mentales de las que creemos, pero no llegamos a más porque el tejido original parece haberse quedado muy ajado y solo de vez en cuando algo centella en él. Vemos casualidades extrañas que tienen seguramente una explicación, que no acertamos a encontrar. Pasamos por la vida sin entender correctamente muchas cosas. "Hay algún malentendido, y ese malentendido será nuestra ruina", decía Kafka.

El tejido ajado tal vez está en algún paraíso donde en otros tiempos, en un día con una luz de otro mundo, murió el hilo lógico de un tejido verbal que le daba a la vida sentido. Eran tiempos mejores. Pero alguien desquició en este paraíso el inventor del lenguaje y el tejido se fue ajando y nuestras vidas se volvieron absurdas, sin el antiguo orden y el antiguo sentido. Ese tejido, hoy irreconocible, podrá ser el mismo que intuye Sebald que, aunque ajado, existe; existe pese a que nosotros sólo nos llegan , cuando nos llegan, fugaces, pero asombrosos centelleos que tal vez están confirmándonos que no sabemos qué exactamente pudo ocurrir y cuál fue el malentendido, pero que sin duda hubo disparos en algún paraíso o, en cualquier caso, como me dijo Sergio Pitol cuando le mostré documentos que descubrían una enigmática casualidad que se había cruzados nuestras vidas y que delataban también un centelleo en el tejido ajado - , "algo más debió pasar, eso seguro".»
Enrique Vila-Matas. Extraído de “El Mal de Montano”.