lunes, 14 de enero de 2019

Historias para no contar

Domesticado por las rutinas, abandone esa manía adolescente llamada escribir. Para bien o para mal, prácticamente no escribo poemas o cuentos, pero no he dejado la obsesión, que todo tenemos aún inconscientemente, de asociar, de conectar imágenes para unir lo fragmentos desperdigados en el camino y construir historias, como una forma de atesorarlas. Dado que la locuacidad no es lo mío, no lo hago para contárselo a otros, salvo a veces a mi compañera, quien tiene la paciencia para oír mis estupideces. Pues bien, puedo concluir, tras darles algunas vueltas, que la finalidad de todo esto es más bien sencilla: simplemente recordar, ese manotazo de ahogado contra el tiempo. Y la argamasa, lo que une esos fragmentos en mi caso es la música. Me resulta más fácil recordar gracias a lo que estaba oyendo en tal o cual momento, y digamos qué hay momentos críticos cuya densidad está completamente marcada por lo que estaba escuchando en ese momento y que puede revivirse parcialmente mediante ese ejercicio.
Pues bien, lo anterior no es más que una introducción para dejar constancia en este post de una imagen que rescato de mi pasada por el desierto. Después de dar vuelta por el pueblo de San Pedro de Atacama buscando algún lugar para beber, y luego de constatar que el bar rockero de calle Caracoles estaba lleno, fuimos a dar al St. Peter ubicado a un par de cuadras. Allí Mariana pudo cumplir su deseo de beber pisco sour de rica-rica y yo de beber cerveza de coca. El bar estaba casi vacío, por lo que bebimos tranquilamente, poniendo oído al tracklist que corría allí: rock psicodélico, ad hoc para el momento y el lugar. De pronto empiezan a correr canciones cantadas en español, por lo que mi afán melómano me instó a buscar en mi celular el nombre de la banda. Los Espíritus se llamaba y la canción se titulaba "La crecida". Agradable al oído, psicodelia con algo de folk y rock pop setentero. Al regresar al lugar donde nos alojamos seguí escuchándolos y di con esta canción. Justamente, con mi bruja, previo a la hoguera, antes de terminar “Perdida en el fuego” (en otro tipo de fuego, por cierto). Después me entero que la letra está inspirada en un libro de cuentos “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez... por lo que la música que marcará ese recuerdo me llevará a otro (consecuencia de la obsesión que detalle más arriba) pues los recuerdos se engarzan uno a otro, y ese libro que seguramente leeré más adelante abrirá otro instante y así sucesivamente, miles de historias para no contar, unidas por la música.

viernes, 16 de marzo de 2018

Téngase presente

Hay días buenos y malos, día para vivir y para morir; días en que no debimos haber despertado, sino seguir soñando; días que por incumplidos deberían agregarse al final del periodo de control, para seguir prolongando la pena en libertad; días en que debimos despertar muertos, para revivir milagrosamente al tercer día; días en que la lluvia debería untarnos en la tierra para renacer en brotes luminosos en la otra primavera; días que no debieron haber interrumpir esa claridad profunda de la noche; días de nirvana, de despertar en otros universos, o en todos a la vez, y no en esta coraza ínfima tatuada de heridas y esperanzas; días en que el sacrificio nos exigiera la renuncia, e idos en ese rito reviviéramos en sueños ajenos; días que no son días, sino una agonía o un despertar forzado, un levantarse a medias, quebrados, dolidos, que existe solo por la acción mecánica de nuestras raídas estructuras. Pero bien sabemos que el dolor nuestro es apenas un rasguño frente a la desvergonzada masacre de la injusticia, la guerra y la locura. Y a medidas que avanzan las horas, los días muertos ceden al impulso que porfiadamente se apoderará de nuestro labios, de nuestros noches y sueños, en esa lucha que nos impregna de sus aires, para darnos nuevamente vida.


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lunes, 29 de mayo de 2017

Contradictorio

A medida que pasa el tiempo el círculo se va cerrado. El relato que cada uno pergeña es cada vez más rígido y cada vez menos nos asombra el día a día. Tenemos que activar ese dispositivo de  absurdas certezas inoculada en el centro de la frente para equilibrarnos en la rutina: religión, política, prejuicios mal concebido y mal conservados, pero que obsesivamente deseamos confirmar. Más de alguno añora el tiempo pasado, pero no pasa de ser un maldito signo de vejez. El tiempo pasado nunca fue mejor, salvo como espejismo. Siempre la mejor lucha es la que está por librarse (no olvidar que la primera y la última es contra la muerte). Ahora bien, las vidas se van enredando, y quizá sea mejor decir que esa consecuencia que nos llenaba la boca tiempo atrás es bien reemplazada por la contradicción, como el conocido verso de Whitman “Do I contradict myself? Very well, then I contradict myself, I am large, I contain multitudes”. Hay una renuncia y un sueño, pero contradictorio, una multitud habitando agolpada en limitados cuerpos. Es porque eso me molesta tanto aquellos que buscan de debajo de la alfombra de algún seudo héroe la putrefacta sonrisa de un muerto para satisfacerse: que este era sí, que tal no era lo que pontificaba. Todos malditamente humanamente y punto. Lo anterior, no es en caso alguno una renuncia a la rebelión y la poesía. Eso es dejar de vivir. Pero nos coloca en el centro de la miseria neurótica que alimenta los vapores del tiempo social y de su máquina brutal: vida simplemente, que en todo caso siempre puede ser mejor. Por lo mismo, el emplazamiento natural es al heroísmo a pesar de todo, sin resultados ni recompensas, es al gesto inútil, a las cosas que se entregan sin saber por qué, al instinto vital debidamente condimentado por las especias de la creación, la rebeldía o la fuga. 

martes, 20 de septiembre de 2016

Suspendido

He vivido en la suspensión durante ya varios años. Suspensión que ha supuesto un descreimiento temporal en mis creencias tangibles y un sumergimiento. No ha sido una parálisis, una negación consciente de mi discurso, sino un ahogo que la fuerza de los cambios ha vuelto inevitable. En ese mar, leer, escribir, soñar, volver a mis creencias, ha sido complejo. Obsesionado por lograr los precarios equilibrios que me permitan responder ante quienes me debo, lo restante ha pasado a un segundo plano. Esa vocecilla incómoda que me soplaba versos o soñaba ansiosamente, ha callado más de lo deseado. Son momentos de ajustes, de transitar y de luchas sisíficas. Pero todo se guarda en un rincón oscuro, todo va dejando su firma en un libro que un día próximo recuperaré. Y mientras brego hacia un puerto de nuevas aguas, las certezas adquieren la furia de un atardecer atascado entre nubes que quieren negarlo pero no  lo pueden apagar.

viernes, 27 de junio de 2014

La poesía y la existencia del hombre


“La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” Luis Cardoza y Aragón


Así como una frase puede en su repetición volverse un amasijo de sonidos que burdamente pretende rozar el empíreo, algunas de ellas, aunque frecuentemente oídas, puede servir de excusa para una pequeña reflexión, en la medida que seamos capaces de abrirle un cauce, un camino. Y hoy he deseado abrirle un pequeño sendero a esta cita del escritor guatemalteco, que citará a su vez Gabriel García Márquez al recibir el premio Nobel de Literatura, a objeto de deslizar algunas reflexiones sobre la poesía.

Es posible afirmar que la poesía persigue explorar los límites expresivos del lenguaje. Desde ese punto de vista, su sustancia, su arcilla, la materia sobre la que trabaja el poeta es el lenguaje. Y precisamente esa materia es colocada por su autor en una faceta límite, en afán estético o simplemente expresivo, pero límite al fin, porque si bien puede llegar a consagrar el absurdo o deshacerse en el titubeo, puede igualmente concluir dando finalmente paso a ese monstruo horrible que amenaza devorar cualquier pretensión: el silencio. Porque, a fin de cuenta, en esa altura u hondura en que forzosamente se coloca el poeta, siempre está al borde del precipicio, de la imposibilidad de la expresión, de la inutilidad del esfuerzo, de la incomunicación absoluta, de la negación del lenguaje.

El lenguaje es por definición el rincón de lo humano, esa morada del ser del que habló Heiddegger. Es el puente que labró la unión psíquica entre los seres, y que a tal punto ha marcado a fuego nuestro quehacer que, cuando pensamos, necesariamente nos desdoblamos, alguien habla y otro oye dentro de nosotros, dos para recrear el escenario propicio del lenguaje. El lenguaje es, a su vez, la semilla y el fruto, el origen y el destino.

No nos puede extrañar que esa aventura sisífica que emprenden los poetas, escudriñan y cada día abren un pequeño espacio nuevo que nos devela algo, algo que seguramente ya vivía pero con otros colores, lejanos, imprecisos. En esa inefabilidad que se confunde con lo imposible, se nos muestra esa rasgo irremediablemente humano, ese ser que anhela colocarse en el mundo, esa empresa que tan pronto erige dioses como luego los destruye, en una perenne voluntad de plantarse ante lo limitado, lo efímero y vital, tratando de rasguñar algo, en los límites de lo sensible, de lo que es posible aprehender con unas simples palabras, sus únicas armas.

Conectado a una Sociedad Distópica

La Utopía de unos pocos es la Distopía de muchos [1]


En un ejercicio de pura ficción, podríamos imaginar que para cierto ciudadano de nuestro presente, despertar sea el preludio de una lucha de supervivencia en los márgenes de la sociedad a que pertenece: una sociedad  distópica. Se trata de una lucha que debe dar diariamente no sólo para proporcionarse de los medios básicos para subsistir sino también por simplemente conservarse a sí mismo, en cuanto individuo con fines y motivaciones personales, en medio de rutinas asfixiantes o deshumanizantes, una fría realidad únicamente posible de remediar con las adicciones que la sociedad misma prodiga, partiendo por las ya tradicionales drogas (legales e ilegales) hasta los aparentemente inofensivos aparatos tecnológicos que nos enrostran majaderamente ese trazo de artificialidad que va paulatinamente definiendo nuestra vida actual. Así presentado su día, bien pueda que muchos no decidan levantarse de la cama, o bien, se vean tranquilamente arrastrados por esa vorágine bestial sin ningún remordimiento e incluso con placer, o le planteen derechamente resistencia, como nuestro personaje, a través de formas o métodos que van adquiriendo  forma en su cabeza a medida que se echa a andar por las duras calles de su ciudad ficticia.
Una distopía o antiutopía es una desviación perversa, una representación que opone a una sociedad ideal o particularmente redentora, un mundo enfermo y despiadado. Este reverso de la utopía la va construyendo principalmente la literatura de anticipación a través de rasgos de nuestro presente mostrados con particular intensidad, perfilándose normalmente un asfixiante sociedad de masas, donde máquinas de dinero y poder aplastan día a día a sus ciudadanos,  perversión que picanea con mayor descaro encarnándose en las formas o mecanismos monstruosos de la tecnología futurista a la que acude corrientemente la ciencia ficción. Sin duda, ese rasgos de reconocible contingencia, fácilmente identificable, es quizá lo que más nos pasma al revisar como muchas veces la alternativa para sus personajes, en ese escenario tan cercano, no es otra más que abandonarse a su suerte en ese tráfago inhumano.
Tanto la utopía como la distopía parten de un discurso moralizante, que denuncia en la primera aquellos ideales ensalzados llevados al éxtasis o en la segunda sus opuestos lanzados al paroxismo. Ese punto de partida se construye sobre la sociedad de la época, ofreciéndole una alternativa, en el caso de la utopía, como la famosa isla de Tomás Moro o los falansterios de Charles Fourier, a las sociedades mercantiles de las que eran parte. Qué decir de los enternecedores discursos redentores que erigieron regímenes totalitarios de todo color o signo, durante época reciente, frente a la decadencia que pretendían exorcizar.
El punto de vista del gentil observador puede llevar a concebir formas sociales ideales que para otros pueden parecer distópico. El camino que nuestro protagonista podría haber seguido, entregándose a plenitud a los placeres que el mundo en que vive no le niega, sin remordimientos, puede llevarle a enarbolar con fuerza que aquella realidad no es más que la culminación de toda pretensión humana y sentirse cómodo en ella. Así siempre pensé que quizá más de un lector de “Un Mundo Feliz” de Huxley, podría ansiar ese mundo de sexualidad abierta, al que la sensualidad neumática de una pareja sería accesible con el más modesto gesto de invitación a la cópula. No obstante, enarbolando el majadero ideal que aspira  a que el progreso social alcance realmente a todos, y no solo a unos pocos poderosos, es posible llegar a una afirmación que acá podríamos aventurar y que nos resulta evidente: la distopía de muchos es la utopía de unos pocos. Y es que aunque podamos renunciar de antemano a un discurso totalizador, si hay algo que obsesivamente se levanta como valor social, y quizá como un llamado de supervivencia, sea que el progreso toque a todos, y no solo a unos pocos, por lo que necesariamente el poder concentrado y manipulado, el sueño de los poderosos, es la base del malestar de muchos, y el punto de partida de la distopía de éstos.
Sin embargo, frente a la utopía, la historia nos ha refregado en la cara sus fracasos, no quedándonos más que el gesto o la mímica. Y es por eso también que la distopía, como obra de ficción, nos parece más cercana. Porque generalmente nos representa el mundo mezclado, sucio, donde la épica personal a veces sustituye y reclama el universo entero que antes los pueblos o naciones intentaban llenar con sus héroes. Es que frente a la máquina insalvable, frente al fracaso anticipado de la mediocridad instalada, en ese sistema a medias que se traduce en una realidad “en la medida de lo posible”, los gestos, la mímica, la epopeya anónima cobra vigor y sentido. Es la épica del protagonista de “Un Mundo Feliz” de Huxley, o de “1984” de Orwell, quienes obtienen su liberación por la episódica rebeldía que protagonizaron, y nada más. O qué decir, ya fuera del género que acá nos reúne, el ya mítico Raskolnikov de Crimen y Castigo, quien desbordado por el remordimiento logra redimirse ante la aguijoneo de la honda miseria que pretendía ahogarlo mortalmente.
El mundo alimentado por esta negra perspectiva, no hace más que dar lugar al malestar y termina por convertirse en refugio de los monstruos de Giger o en el difuminado marco de un dibujo de Laurie Litpon, en que seres cadavéricos comulgan en un sucio ritual con las grises máquinas que los controlan. Un mundo turbio en que la tenue luz es capaz de estremecer, los fantasmas adquieren una paradójica belleza y nuestras pequeñas vivencias toman un inusitado cariz dramático, en su minúscula palpitación, que ni siquiera rozan, y más intensamente niegan, un afán redentor, apelando no más que una burda estética de la miseria.
Ahora ¿esto ha sido siempre ha sido así o más bien refleja de una estado, esa condición asqueante que nos lleva hasta el vómito o más románticamente hasta un estado de pérdida, como lo pergeñaron algunos pensadores de posguerra, con los cadáveres aun tibios y “Les feuilles mortes” de música de fondo? Bien, podemos elevar una estatua de Ouruboros y, siguiendo a ella, devorarnos infinitamente en una cadena incesante de preguntas asqueantes, hasta el postergado fin del mundo. Quedémonos pues con la imagen, por ese culto atrófico que hemos apenas develado, del universo antiutópico que nos remite, en último punto, a un gesto épico llamado silencio.
Para terminar de una vez este desvarío, y valga como irónico consuelo, lo extremadamente horrible para nuestro protagonista será saberse en algún momento, tras levantar la vista y mirarnos a los ojos, parte de una vulgar ucronía, un reflejo fantasmagórico del mundo real, ese avizorado en el inaccesible fondo de la caverna perversa, o en un inquietante hexagrama del I Ching, como el protagonista de “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick. ¿Será posible alguna vez ver más allá de nuestros monstruosos demonios y reconocer la raíz de la máquina demencial a las que nos conectamos? El autor de estas líneas prefiere guardar un riguroso y heroico silencio, por lo que el protagonista, ese que todos interpretamos en nuestra secreta novela, tiene la palabra.





[1] Ensayo redactado hace un par de años.

miércoles, 25 de junio de 2014

Ciudad que no amanece

A veces, mientras recorro caminando las calles de la ciudad, pierdo la noción de dónde estoy exactamente: Concepción, Santiago, Puerto Montt, Castro.... Me debo tomar varios segundos para volver en razón. Lo terrible es darse cuenta, al rato, que aun estoy en la cama, y que todavía no amanece…