A medida que pasa el tiempo el círculo se va cerrado. El
relato que cada uno pergeña es cada vez más rígido y cada vez menos nos asombra
el día a día. Tenemos que activar ese dispositivo de absurdas certezas inoculada en el centro de la
frente para equilibrarnos en la rutina: religión, política, prejuicios mal
concebido y mal conservados, pero que obsesivamente deseamos confirmar. Más de
alguno añora el tiempo pasado, pero no pasa de ser un maldito signo de vejez.
El tiempo pasado nunca fue mejor, salvo como espejismo. Siempre la mejor lucha
es la que está por librarse (no olvidar que la primera y la última es contra la
muerte). Ahora bien, las vidas se van enredando, y quizá sea mejor decir que
esa consecuencia que nos llenaba la boca tiempo atrás es bien reemplazada por
la contradicción, como el conocido verso de Whitman “Do I contradict myself?
Very well, then I contradict myself, I am large, I contain multitudes”. Hay una
renuncia y un sueño, pero contradictorio, una multitud habitando agolpada en
limitados cuerpos. Es porque eso me molesta tanto aquellos que buscan de debajo
de la alfombra de algún seudo héroe la putrefacta sonrisa de un muerto para
satisfacerse: que este era sí, que tal no era lo que pontificaba. Todos
malditamente humanamente y punto. Lo anterior, no es en caso alguno una
renuncia a la rebelión y la poesía. Eso es dejar de vivir. Pero nos coloca en el
centro de la miseria neurótica que alimenta los vapores del tiempo social y de
su máquina brutal: vida simplemente, que en todo caso siempre puede ser mejor.
Por lo mismo, el emplazamiento natural es al heroísmo a pesar de todo, sin
resultados ni recompensas, es al gesto inútil, a las cosas que se entregan sin
saber por qué, al instinto vital debidamente condimentado por las especias de
la creación, la rebeldía o la fuga.